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Diario YA


 

RECUPERAR LA ALEGRÍA Y EL VALOR

Manuel Parra
    Europa ya no es esa fiesta que Hemingway circunscribía a París. Ni París, ni la Pamplona sanferminera, ni la mercedaria Barcelona ni la Zaragoza con sus pilares, como tampoco lo han sido la Valencia fallera, la Sevilla procesional y abrileña, ni el Madrid del chotis por San Isidro; la pandemia del Covid 19 ha eliminado los festejos públicos y las diversiones multitudinarias, y, en sus efectos más trágicos, en algunos el gozo de vivir.
    Es curioso que no ha ocurrido así con el ritualismo democrático de depositar la papeleta en la urna, pues se han celebrado -eso sí, con todas las prevenciones y reglas sanitarias- las elecciones autonómicas gallegas y vascas, y todo parece pronosticar que, contra viento y marea, se celebrarán en otoño las catalanas. Por lo menos, esperamos que ningún ingenioso repita aquello tan manido de la gran fiesta de la democracia, pues sonaría a sarcasmo en la situación actual.
    Dicen que el maldito virus hace su agosto cuando se producen aglomeraciones, sin distinguir si estas son de naturaleza deportiva, religiosa, política, musical o, simplemente, se trate del botellón juvenil; basta con que un participante sea portador sin saberlo para que extienda al contagio hasta el infinito. Puestas así las cosas, nos parecen adecuadas las anulaciones de grandes festejos populares, del mismo modo que juzgaríamos oportunas medidas de prevención y control de concentraciones oficiosas y más o menos espontáneas.
    Mucho nos tememos que, a raíz de los llamados rebrotes, vuelva a la pantalla familiar el telepredicador de los sábados, con mensajes plagados de tópicos y lugares comunes, brindis al sol, mentiras y anuncios de más reclusiones severas. Pero, ni aun en este caso, se debería rendir culto al pesimismo y alzar altares al desaliento; esto sería completamente desastroso para el ser humano y, más en concreto, impropio de nuestro modo de ser.
    Los españoles, junto a la pandemia y a los brotes veraniegos, soportamos la peor situación políticas de las imaginables; ni siquiera nos consuelan los versos del poeta no hay mal que cien años dure ni gobierno que perdure, pues, como me decía el otro día un amigo, este gobierno es como una garrapata, que se cae ni con ácido sulfúrico.
    Este gobierno da la impresión de que ejerce de bombero pirómano, al azuzar los peores instintos de nuestro ADN colectivo, empezando por la siembra del cainismo o guerracivilismo, siguiendo por la desafección hacia todo lo nacional y el socavamiento de las instituciones, continuando por la promoción de los separatismos y llegando, por fin, a la incapacidad para afrontar las graves crisis -sanitaria, social y económica- y al empecinamiento en hacer tábula rasa de cualquier valor que resida en el sustrato de la sociedad española.
    Sin embargo, sostenemos que no se debe ceder al desánimo ni soterrar la alegría, entendida, no como irresponsabilidad, anarquía o abandono, sino como voluntad entusiasta y brío sostenido para hacer frente a todas estas ásperas circunstancias que nos ha tocado vivir.
    Para ello, echemos mano de esa especie de código de conducta, consciente o inconsciente, al que hemos acudido tantas veces en la historia en contextos quizás peores. Ese código se puede sintetizar en una asunción de los valores que componen un sentido religioso y militar de la vida, en una especie de trasplante de los mismos a la sociedad civil: mirada hacia Lo Alto, en actitud de trascendencia, abnegación y exacto cumplimiento de las obligaciones de cada cual, solidaridad y compañerismo con el de al lado, valor para oponerse al desafuero y no rehuir la mirada ni la expresión, exigencia de uno mismo, disciplina hacia la autoridad moral que nace de la propia conciencia, lealtad a los propios principios, y, como leit motiv de todo esto, alegría.
    Un tipo de alegría como la que puede brotar en el vivac, a la luz del fuego, tras un día e intensos combates, con una sonrisa despectiva hacia los esfuerzos del adversario o ante el posible engaño intentado; alegría que nace de la canción a coro, de la bota de vino que circula por el corro, de la evocación de lo bueno y del rechazo de lo malo; del día a día sin perder de vista el mañana mejor.
    Abandonemos los tintes lúgubres, agoreros y pesimistas de nuestro espíritu, que constituyen la peor enfermedad que puede doblegarnos; hagamos la higa al escepticismo y al relativismo, pues, si cayéramos en ellos, que Dios tenga piedad de nuestras almas decadentes, como venía a decir Mc Arthur. Y mantengamos la mira, como horizonte, en una España alegre y faldicorta, libre de cualquier pandemia o mal gobierno.
                                                                  MANUEL PARRA CELAYA